Hijo de un notario, por destinos de su padre creció en Elorrio (Vizcaya), en Morella (Castellón) y en Villena (Alicante) Estudió Derecho en la Universidad María Cristina de El Escorial, Historia en la Universidad de Valladolid y Filología Clásica en las de Madrid, París y Berlín. Tuvo como profesores, entre otros a Cayetano de Mergelina, Manuel Gómez-Moreno y Ramón Menéndez Pidal.
Durante los años de estudiante fue presidente de la FUE (Federación Universitaria Escolar), de Valladolid, organización de carácter republicano, pero en septiembre de 1936, tras comenzar la guerra civil se adscribió a la corriente falangista influido por su íntimo amigo Dionisio Ridruejo, y llegó a ser uno de los principales responsables de la propaganda del gobierno de Burgos, pero su decepción con el régimen de Francisco Franco fue rápidamente en aumento.
Durante la Guerra Civil, siendo Ridruejo Jefe Nacional de Propaganda, confió el departamento de Radio a Tovar y fue nombrado responsable de Radio Nacional de España, cuando ésta emitía desde Salamanca en los momentos de su fundación (1938).
Siguiendo su vinculación con Ridruejo y en la órbita de Ramón Serrano Súñer, ocupó de diciembre de 1940 a abril de 1941 la Subsecretaría de Prensa y Propaganda.1 Acompañó a Serrano Súñer en varias ocasiones a viajes a Alemania y durante alguno de éstos estuvo presente en algún encuentro con Hitler. Así, el 13 de septiembre de 1940 Ramón Serrano Súñer como enviado especial de Franco parte hacia Alemania acompañado de una serie de personas inclinadas en favor del nacionalsocialismo, en este séquito figura Demetrio Carceller Segura junto con Miguel Primo de Rivera, Dionisio Ridruejo, Manuel Halcón y Miguel Mora Figueroa.
Apartándose de la vida política, hizo oposiciones (1942) y obtuvo la Cátedra de Latín en la Universidad de Salamanca, dedicándose desde entonces a la enseñanza y a la investigación. Ese mismo año, casó con Consuelo Larrucea.
Durante el ministerio de Ruiz-Giménez (1951-1956) fue nombrado rector de la misma. Como rector organizó las celebraciones del VII Centenario de la Universidad,3 a las que asistieron los rectores de las principales Universidades del mundo e hicieron un memorable desfile por las calles de Salamanca, con sus trajes de gala tradicionales.
A raíz de la celebración del Centenario consiguió (1954) que Salamanca volviese a dar títulos de doctor (lo que en la Ley Moyano había sido reservado en exclusiva a la Universidad Central de Madrid) y que fueran devueltos a la biblioteca de la Universidad una gran cantidad de los fondos bibliográficos que fueron expoliados por las tropas francesas al retirarse de España en 1813 y quedaron custodiados en la biblioteca del Palacio Real. Creó la primera cátedra de "Lengua y literatura vascas" en España, para la que llamó a Koldo Mitxelena, entre muchos otros logros.
Permaneció en ella oficialmente hasta 1963, aunque antes salió de España hacia el exilio por las diferencias ideológicas que tuvo como rector.
Fue profesor de las Universidades de Buenos Aires (1948-49) y San Miguel de Tucumán (1958-59), donde estudió las lenguas indígenas del norte de Argentina y trató de crear una escuela que siguiera su obra en este campo.
En la Universidad de Illinois, ocupó la cátedra de lenguas clásicas, entre 1963 y 1965. En 1965 ganó la cátedra de latín de la Universidad de Madrid, lo que le permitió volver a España. A poco de llegar, se encontró con la revuelta estudiantil que culminó con la manifestación encabezada por Tierno Galván, Aranguren, García Calvo y Montero Díaz. Cuando se produjo la expulsión de la Universidad de éstos (los tres primeros definitivamente y Montero Díaz temporalmente), dimitió en solidaridad y volvió a los Estados Unidos, hasta 1967, cuando fue llamado para ocupar la cátedra de lingüística comparada en la Universidad de Tubinga (Alemania Federal), en la que impartió clases hasta su jubilación en 1979.
Hizo crítica literaria en la revista Gaceta Ilustrada, en la que también escribían Pedro Laín Entralgo (crítica teatral) y Julián Marías (crítica cinematográfica).
Su afición por la lingüística comparada y la incontenible curiosidad por las lenguas, junto al haber vivido en el País Vasco y en Valencia, le proporcionó una base sólida que le convirtió en un referente dentro de la filología hispánica.
(Resumen de Wikipedia)
Antonio Tovar falleció en Madrid el 13 de diciembre de 1985.
Por su referencia a Villena, reproducimos este artículo publicado en la revista VILLENA en 1971 y recientemente en www.villenacuentame.com. Relata aquí, el ilustre académico, su juventud en Villena y se refiere a la publicación del libro "La Relación de Villena de 1575" de
su amigo Jose Mª Soler García.
(1971) UN MONUMENTO PARA LA HISTORIA DE VILLENA
UN MONUMENTO PARA LA HISTORIA DE VILLENA
Por… Antonio Tovar
De la Real Academia Española
Una mañana, por los fines de verano de hace casi medio siglo, llegamos a
la ciudad: tenia al pie de su sierra, de color como de plata vieja, su
castillo de tonos dorados, y dos torres cuadradas de iglesia, con su
elegante chapitel cada una. El tren nos había dejado allí temprano, y
muy pronto me lancé a las luminosas calles, para encontrar a mis
primeros amigos.
Pasé allí años aún infantiles, correteando a veces por los caminos de la
huerta, donde aprendí a fabricar flautas de caña y a gustar, lavadas en
las acequias de las hortalizas. Eran al llegar las primeras semanas del
curso, que me encantaban con los libros nuevos de materias aun
desconocidas. Vino enseguida la feria, con sus casetas de turrón, sus
caballitos y, a veces, el circo. Y así se fue desarrollando varias veces
el ciclo completo, con los carnavales, las pascuas con sus cantos y sus
«toñas», y luego, pasado el verano, las fiestas de moros y cristianos,
que me habían gustado más en el vecino Biar, donde eran mucho más
ingenuas y se tomaba más en serio el mensaje en verso del moro al
cristiano y al otro día del cristiano al moro, con la toma del castillo y
las danzas guerreras y el desfile de la gran mahoma, el gigantón cuya
cabeza hacían de barro los alfareros del pueblo, y delante del que
danzaban litúrgicamente, por promesa a la Virgen, las mujeres, con
aquellas máscaras de pantalón corto, chistera negra, caras tiznadas y
gigantescas corbatas de pajarita que se llamaban «las espías».
En Villena pasé casi todos los años de bachillerato y asistí al colegio
que dirigía el farmacéutico don Pascual Cortés. De los profesores que
allí tuve me encuentro recordado en el libro de que voy a ocuparme a don
Salvador Avellán, un sacerdote alto, severo, de gran manteo que me
imagino ciceroniano, y que nos enseñaba latín y era capaz de explicar
los trozos a veces endiablados (o así nos parecían) del libro de texto
de don Vicente García de Diego, ahora mi respetable colega en la Real
Academia. Don Salvador, después de descifrarnos los secretos del
ablativo absoluto y de las oraciones temporales, sabía atraer nuestra
atención con las historias de Villena, que él había buscado en los
archivos.
En nuestra cabeza de trece años, en aquel destartalado local de la plaza
de las Malvas, sonaban los nombres de don Enrique de Villena, el que no
fue marqués sino en las historias de brujerías de la cueva de
Salamanca, y de los linajudos Pacheco, que sí fueron marqueses, pero
perdieron el se-ñorío ante los reyes Fernando e Isabel. Pero todo esto
lo supimos muy vagamente pues la complicada historia por la que Villena
fue sede en su castillo de don Juan Manuel, uno de los fundadores de
nuestra literatura, y educado y hasta principado en manos de los
infantiles de Aragón cantados en las coplas de Jorge Manrique, no cabía
en nuestras mentes infantiles.
La verdad es que la historia de Villena, ciudad hoy alicantina, y antes
marquesado y principado, en los confines del reino de Murcia con los de
Aragón, no estaba escrita.
José María Soler, pocos años mayor que nosotros, los discípulos de latín
de don Salvador Avellán, se convirtió en amigo mío cuando, ya al final
de mi bachillerato, dediqué muchas horas del día al piano. Su gusto y
conocimiento de la música lo retenían pacientemente sentado a mi
izquierda durante las largas horas en que nos engolfábamos en uno u otro
de los cinco volúmenes de las obras de Schumann o en que reexaminábamos
«El clavecín bien templado», que en la escuela local de música
(representada entonces por Gloria Marco, que había sucedido a su tío don
José) era, como para Chopin, principal libro de estudio.
Soler ha dedicado su vida de la macera más desinteresada y completa, a
su ciudad natal. El solo ha representado a lo largo de muchos años -no
siempre fáciles- como una entera institución cultural, en la que el
pasado de una ciudad histórica -mucha historia, que sin embargo no la
abruma en su riente alicantinismo- se mantiene con digna conciencia. En
el mismo piso con su balcón a la Corredera, desde el que se ve (o se
veía) el castillo histórico, ha pasado largos años que le han resultado
fecundos y llenos de acontecimientos. Fue a esa su casa donde, un día de
invierno, en 1963, llegó con el fabuloso tesoro que él supo perseguir y
descubrir y regalar a su patria, cual hoy se custodia en el Museo que
lleva el nombre de nuestro admirable amigo.
Pero el espíritu curioso de Pepe Soler no se ha limitado a recoger en
paseos, exploraciones y excavaciones el legado asombroso de la
prehistoria villenense -con restos tan preciosos junto al incomparable
tesoro de oro, como el guiso de ajicos con habas tiernas que carbonizado
se conservó en las cabañas que destruyera un invasor allá por los
tiempos de la edad de cobre. También ha explorado el rico archivo
municipal, y allí ha encontrado, y la ha transcrito, y ahora la pública,
la historia entera de su pueblo. Con el título modesto de «La Relación
de Villena de 1575. Edición comentada y Apéndice documental», ha editado
en el Instituto de Estudios Alicantinos algo más que la descripción de
la ciudad que Felipe II encargó a cada municipio de España. Estimulada
la obra por la copia que del original hizo en el Escorial don Francisco
Ochoa Barceló para que la editara el ayuntamiento de Sax junto con la de
este pueblo vecino, Soler ha encuadrado el texto de la relación un una
selección de 175 documentos que realmente contienen la historia de
Villena.
Con este volumen queda compensada la pérdida de una historia que
escribió en el siglo pasado un don Eduardo Marín, cuyo manuscrito ha
desaparecido, y se afirman y completan los datos que en diversas
publicaciones habían dado a conocer don Salvador Avellán y su sobrino,
el canónigo de Valencia don Gaspar Archent, que compuso un «Romancero
villenense» de sabor épico. Y se suple la pérdida u olvido de otras
historias, de Cristóbal de Mergelina (1668), de Fernando Hermosino (algo
posterior) y de Ramón Joaquín Fernández Vila de Ugarte, la única que se
imprimió, pero con erratas, en 1780.
La relación que firman los comisionados por el gobernador del marquesado
y por el Ayuntamiento de Villena (60 páginas) es comentada por Soler en
unas notas (130 páginas) que constituyen, no sólo una toma de posesión
crítica ante cada una de las afirmaciones de los autores, sino una
verdadera síntesis de la historia local. Tómese por ejemplo la nota 7 y
se tendrá una historia de los señores de Villena, en toda la complicada
serie de ambiciones e influencias en la zona fronteriza. Comienza con el
infante don Manuel, (el hijo de San Fernando, y con la novelesca
historia de su matrimonio con doña Constanza, la hija de Jaime el
Conquistador, tan hermosa que su hermana Violante, la mujer de Alfonso
el Sabio, la odiaba hasta el punto de que parecía necesario se casara
con otro rey, para que nunca quedara a merced de su hermana. Quizá se
pensó en crear un reino para don Manuel en esta zona de Murcia, que don
Jaime pacifica personalmente. Soler se adentra en la crítica histórica
para medir los motivos por los que el aragonés abandonó pacíficamente un
reino que había sometido.
Rastrea después Soler las fechas en que se acredita estante en Villena
el gran escritor don Juan Manuel, que fue «primer duque y príncipe de
Villena», y supone que, del «Libro de los Estados» y del «de los
Ejemplos», «muchas páginas fuesen redactadas entre los muros de la
fortaleza villenense». E igualmente recoge Soler los recuerdos que el
gran señor tenía de la caza de aves acuáticas y de montería en los
campos, montes y lagunas de su posesión.
Extinguida trágicamente en los tiempos de Pedro el Cruel la rama de los
Manuel, hereda sus derechos doña Juana Manuel, con ella emparentada, y
casada con el nuevo rey Enrique II de Trastámara. Pero «el de las
mercedes» hubo de ceder los señoríos de Villena a uno de los infantes de
Aragón que habían venido a luchar con él contra su medio hermano don
Pedro. Así comienza en don Alfonso de Aragón, nieto de Jaime II, el
marquesado de Villana, para pasar a ducado otra vez en doña María, la
que luego sería esposa de Alfonso el Magnánimo. Y así se pasó por alto,
sin marque cado, al más famoso de los de Villena, D. Enrique de Aragón
el astrólogo, el nigromante de la cueva de Salamanca, pues la Corona se
lo quitó a su abuelo, y la promesa de los villenenses de reconocerlo
como heredero de don Alfonso (la cual descubre Soler en el documento XXV
de su colección) no pudo llevarle al marquesado, del que quedó en
desairado pretendiente.
El señorío tenía mala suerte, pues el tercer duque, otro don Enrique de
Aragón, hijo de Fernando de Antequera, murió a consecuencia de heridas
recibidas en la batalla de Olmedo, luchando junto a don Álvaro de Luna.
Y es entonces cuando los Pacheco ganan, por merced del rey Juan II, a
recomendación del príncipe, el futuro Enrique IV, el marquesado de
Villena. Pero el poderoso estado no se mantiene más que dos
generaciones, y en la obra de reorganización del Poder real a que se
dedican los reyes Fernando e Isabel (y bien claro lo dicen los
documentos que transcribe Soler del archivo municipal, donde se ve la
hábil mano con que los Reyes levantan a los de Villena contra su señor
feudal), los marqueses de Villena pierden casi todos sus estados y no
guardan sino el título. Villana pasa a depender definitivamente de la
Corona.
Naturalmente la especial importancia de Villena está relacionada con su
situación fronteriza. Durante los siglos XIII al XV, las relaciones con
Aragón son muy delicadas, y la influencia del reino vecino se hace notar
en las vicisitudes del señorío y vinculación repetidas veces directa a
las dinastías aragonesas. La lectura ce los factos de Villena en
aquellos tiempos es un repaso a la historia de los dos grandes reinos y a
los problemas de una frontera que, en los mismos documentos del archivo
villenense ya se ve cuán abierta era para las relaciones políticas y
económicas.
En los comentarios de Soler tenemos datos concernientes a la topografía
de Villana y su término y a muchos aspectos de la vida económica; a la
conservación de las murallas y el castillo y a los alcaides de éste; el
nombre mismo de Villena y a sus iglesias, conventos y ermitas; a los
apellidos y linajes locales y a la construcción de Santiago con sus
obras de arte; a la administración municipal, y a los privilegios
reales, cuya publicación completa anuncia. Se hace la historia del
escudo de la ciudad y continuamente se dan pormenores que no eran
conocidos de los historiadores anteriores.
A riesgo de extractar demasiado y fatigar al lector con resúmenes, no
encuentro mejor modo de mostrar la riqueza que se encuentra en este
libro. La «Relación» va acompañada de su cuestionario, tal como Soler lo
ha hallado en el Catálogo de los manuscritos del Escorial. Críticamente
se nos señala por qué las respuestas de los regidores villenenses están
a veces falseadas: se temía llamar la atención del gobierno sobre las
riquezas reales, y por eso se oculta la riqueza Forestal y se silencia
la caza. Ya el rey Felipe se había quedado con las salinas, que los
reyes habían antaño cedido al pueblo.
El apéndice documental, que Soler dice justificadamente es «la parte
fundamental de nuestro trabajo», comprende casi cuatrocientas páginas y
copia los documentos del archivo municipal, completándolos con los que
se hallan publicados de otras fuentes. Allí tenemos desde los
privilegios del infante don Manuel y del rey Sancho IV concediendo al
Concejo de Villena el fuero de Lorca, y los dados por los reyes de
Aragón para el comercio a través de la frontera y halagando a los
señores del castillo con títulos de duque y príncipe, hasta las
participaciones de reales alumbramientos en tiempo de Carlos III; desde
las peticiones de tropas o el ajuste de los carreteros que fueron
movilizados para la guerra de Granada, hasta el reconocimiento de los
privilegios de Villena contra pueblos vecinos o frente el mismo
Arzobispo de Toledo.
Otra vez le ha regalado José María Soler García un tesoro a su pueblo.
Sin retocarlo, sin construir teorías ni guardárselo para interpretarlo
él solo. Generosamente ha estudiado los archivos, los ha copiado
cuidadosamente y los ha publicado. En notas a pie ofrece una verdadera
historia local, pero él desaparece, borrándose ante el gran monumento.
No sólo ha estudiado los documentos, sino que ha ido a los historiadores
para ver lo que se sabía y lo que es nuevo. Como de paso nos dice lo
que ha descubierto, después de haberse enterado de cuanto se sabía.
Sería indiscreto que yo, que no soy historiador, viniera a pretender
avalar el gran trabajo de mi antiguo amigo. Me limito a darle las
gracias como estoy seguro se las darán sus paisanos. Y ya en la media
tarde de la vida, le agradezco la luz que hace caer sobre los juveniles
días que pasé cerca de él en inolvidables tiempos, haciéndome ver
Villena a la luz de su historia. Difundir tal luz es una de las flores
de la cultura.
Extraído de la Revista Villena de 1971
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